lunes, 10 de septiembre de 2007

La ética y los valores en Aristóteles

Aristóteles expone sus reflexiones éticas en la "Ética a Nicómaco", fundamentalmente. Sus otras dos obras sobre el tema son la "Ética a Eudemo", que recoge elementos de la reflexión aristotélica de su período de juventud y, por lo tanto, anteriores a la teoría de la sustancia, por lo que contienen algunos vestigios de platonismo; y la "Gran Moral", en la que se resumen las ideas fundamentales de la "Ética a Nicómaco", por lo que lo que coincide con el Aristóteles de la madurez; ninguna de ellas aporta, pues, algo distinto a lo expuesto en la "Ética a Nicómaco" (en la "Ética a Eudemo", por ejemplo, se repiten textualmente cuatro de los libros de la "nicomáquea").

La ética de Platón, al igual que la socrática, identificaba el bien con el conocimiento, caracterizándose por un marcado intelectualismo. Por naturaleza el hombre tiende a buscar el bien, por lo que bastaría conocerlo para obrar correctamente; el problema es que el hombre desconoce el bien, y toma por bueno lo que le parece bueno y no lo que realmente es bueno. De ahí que Platón en la República, en la explicación del mito de la caverna, insista en que la Idea del Bien debe necesariamente conocerla quien quiera proceder sabiamente tanto en su vida privada como en su vida pública, una Idea de Bien que es única y la misma para todos los hombres. Para Aristóteles, sin embargo, en consonancia con su rechazo de la subsistencia de las formas, no es posible afirmar la existencia del "bien en sí", de un único tipo de bien: del mismo modo que el ser se dice de muchas maneras, habrá también muchos tipos de bienes.

Cita
"Todo arte y toda investigación científica, lo mismo que toda acción y elección parecen tender a algún bien; y por ello definieron con toda pulcritud el bien los que dijeron ser aquello a que todas las cosas aspiran". ("Ética a Nicómaco", libro 1,1). "Siendo como son en gran número las acciones y las artes y ciencias, muchos serán por consiguiente los fines. Así, el fin de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el navío; el de la estrategia, la victoria, y el de la ciencia económica, la riqueza". ("Ética a Nicómaco", libro 1,1)

La Ética a Nicómaco comienza afirmando que toda acción humana se realiza en vistas a un fin, y el fin de la acción es el bien que se busca. El fin, por lo tanto, se identifica con el bien. Pero muchas de esas acciones emprendidas por el hombre son un "instrumento" para conseguir, a su vez, otro fin, otro bien. Por ejemplo, nos alimentamos adecuadamente para gozar de salud, por lo que la correcta alimentación, que es un fin, es también un instrumento para conseguir otro fin: la salud. ¿Hay algún fin último? Es decir, ¿Hay algún bien que se persiga por sí mismo, y no como instrumento para alcanzar otra bien? Aristóteles nos dice que la felicidad es el bien último al que aspiran todos los hombres por naturaleza. La naturaleza nos impele a buscar la felicidad, una felicidad que Aristóteles identifica con la buena vida, con una vida buena. Pero no todos los hombres tienen la misma concepción de lo que es una vida buena, de la felicidad: para unos la felicidad consiste en el placer, para otros en las riquezas, para otros en los honores, etc. ¿Es posible encontrar algún hilo conductor que permita decidir en qué consiste la felicidad, más allá de los prejuicios de cada cual?

No se trata de buscar una definición de felicidad al modo en que Platón busca la Idea de Bien, toda vez que el intelectualismo platónico ha sido ya rechazado. La ética no es, ni puede ser, una ciencia, que dependa del conocimiento de la definición universal del Bien, sino una reflexión práctica encaminada a la acción, por lo que ha de ser en la actividad humana en donde encontremos los elementos que nos permitan responder a esta pregunta. Cada sustancia tiene una función propia que viene determinada por su naturaleza; actuar en contra de esa función equivale a actuar en contra de la propia naturaleza; una cama ha de servir para dormir, por ejemplo, y un cuchillo para cortar: si no cumplen su función diremos que son una "mala" cama o un "mal" cuchillo. Si la cumplen, diremos que tienen la "virtud" (areté) que le es propia: permitir el descanso o cortar, respectivamente; y por lo tanto diremos que son una "buena" cama y un "buen" cuchillo. La virtud, pues, se identifica con cierta capacidad o excelencia propia de una sustancia, o de una actividad (de una profesión, por ejemplo).

Del mismo modo el hombre ha de tener una función propia: si actúa conforme a esa función será un "buen" hombre; en caso contrario será un "mal" hombre. La felicidad consistirá por lo tanto en actuar en conformidad con la función propia del hombre. Y en la medida en que esa función se realice, podrá el hombre alcanzar la felicidad. Si sus actos le conducen a realizar esa función, serán virtuosos; en el caso contrario serán vicios que le alejarán de su propia naturaleza, de lo que en ella hay de característico o excelente y, con ello, de la felicidad.

Si queremos resolver el problema de la felicidad, el problema de la moralidad, hemos de volvernos hacia la naturaleza del hombre, y no hacia la definición de un hipotético "bien en sí". Ahora bien, el hombre es una sustancia compuesta de alma y cuerpo, por lo que junto a las tendencias apetitivas propias de su naturaleza animal encontraremos tendencias intelectivas propias de su naturaleza racional. Habrá, pues, dos formas propias de comportamiento y, por lo tanto, dos tipos de virtudes: las virtudes éticas (propias de la parte apetitiva y volitiva de la naturaleza humana) y las virtudes dianoéticas (propias de la diánoia, del pensamiento, de las funciones intelectivas del alma).

Cita
"Siendo, pues, de dos especies la virtud: intelectual y moral, la intelectual debe sobre todo al magisterio su nacimiento y desarrollo, y por eso ha menester de experiencia y de tiempo, en tanto que la virtud moral (ética ) es fruto de la costumbre (éthos), de la cual ha tomado su nombre por una ligera inflexión del vocablo (éthos)". ("Ética a Nicómaco", libro 2,1)

Las virtudes éticas
A lo largo de nuestra vida nos vamos forjando una forma de ser, un carácter (éthos), a través de nuestras acciones, en relación con la parte apetitiva y volitiva de nuestra naturaleza. Para determinar cuáles son las virtudes propias de ella, Aristóteles procederá al análisis de la acción humana, determinando que hay tres aspectos fundamentales que intervienen en ella: la volición, la deliberación y la decisión. Es decir, queremos algo, deliberamos sobre la mejor manera de conseguirlo y tomamos una decisión acerca de la acción de debemos emprender para alcanzar el fin propuesto. Dado que Aristóteles entiende que la voluntad está naturalmente orientada hacia el bien, la deliberación no versa sobre lo que queremos, sobre la volición, sino solamente sobre los medios para conseguirlo; la naturaleza de cada sustancia tiende hacia determinados fines que le son propios, por lo que también en el hombre los fines o bienes a los que puede aspirar están ya determinados por la propia naturaleza humana. Sobre la primera fase de la acción humana, por lo tanto, sobre la volición, poco hay que decir. No así sobre la segunda, la deliberación sobre los medios para conseguir lo que por naturaleza deseamos, y sobre la tercera, la decisión acerca de la conducta que hemos de adoptar para conseguirlo. Estas dos fases establecen una clara subordinación al pensamiento de la determinación de nuestra conducta, y exigen el recurso a la experiencia para poder determinar lo acertado o no de nuestras decisiones.

La deliberación sobre los medios supone una reflexión sobre las distintas opciones que se me presentan para conseguir un fin; una vez elegida una de las opciones, y ejecutada, sabré si me ha permitido conseguir el fin propuesto o me ha alejado de él. Si la decisión ha sido correcta, la repetiré en futuras ocasiones, llegando a "automatizarse", es decir, a convertirse en una forma habitual de conducta en similares ocasiones.

Es la repetición de las buenas decisiones, por lo tanto, lo que genera en el hombre el hábito de comportarse adecuadamente; y en éste hábito consiste la virtud para Aristóteles. (No me porto bien porque soy bueno, sino que soy bueno porque me porto bien). Por el contrario, si la decisión adoptada no es correcta, y persisto en ella, generaré un hábito contrario al anterior basado en la repetición de malas decisiones, es decir, un vicio. Virtudes y vicios hacen referencia por lo tanto a la forma habitual de comportamiento, por lo que Aristóteles define la virtud ética como un hábito, el hábito de decidir bien y conforme a una regla, la de la elección del término medio óptimo entre dos extremos.

Cita
"La virtud es, por tanto, un hábito selectivo, consistente en una posición intermedia para nosotros, determinada por la razón y tal como la determinaría el hombre prudente. Posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto. Y así, unos vicios pecan por defecto y otros por exceso de lo debido en las pasiones y en las acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio. Por lo cual, según su sustancia y la definición que expresa su esencia, la virtud es medio, pero desde el punto de vista de la perfección y del bien, es extremo." ("Ética a Nicómaco", libro 2, 6)

Este término medio, nos dice Aristóteles, no consiste en la media aritmética entre dos cantidades, de modo que si consideramos poco 2 y mucho 10 el término medio sería 6. ("Si para alguien es mucho comer por valor de diez minas, y poco por valor de 2, no por esto el maestro de gimnasia prescribirá una comida de seis minas, pues también esto podría ser mucho o poco para quien hubiera de tomarla: poco para Milón, y mucho para quien empiece los ejercicios gimnásticos. Y lo mismo en la carrera y en la lucha. Así, todo conocedor rehuye el exceso y el defecto, buscando y prefiriendo el término medio, pero el término medio no de la cosa, sino para nosotros"). No hay una forma de comportamiento universal en la que pueda decirse que consiste la virtud. Es a través de la experiencia, de nuestra experiencia, como podemos ir forjando ese hábito, mediante la persistencia en la adopción de decisiones correctas, en que consiste la virtud. Nuestras características personales, las condiciones en las que se desarrolla nuestra existencia, las diferencias individuales, son elementos a considerar en la toma de una decisión, en la elección de nuestra conducta. Lo que para uno puede ser excesivo, para otro puede convertirse en el justo término medio; la virtud mantendrá su nombre en ambos casos, aunque actuando de dos formas distintas. No hay una forma universal de comportamiento y sin embargo tampoco se afirma la relatividad de la virtud.

Las virtudes dianoéticas
Si para determinar las virtudes éticas partía Aristóteles del análisis de la acción humana, para determinar las virtudes dianoéticas partirá del análisis de las funciones de la parte racional o cognitiva del alma, de la diánoia. Ya nos hemos referido estas funciones al hablar del tema del conocimiento: la función productiva, la función práctica y la función contemplativa o teórica. A cada una de ellas le corresponderá una virtud propia que vendrá representada por la realización del saber correspondiente.

El conocimiento o dominio de un arte significa la realización de la función productiva. A la función práctica, la actividad del pensamiento que reflexiona sobre la vida ética y política del hombre tratando de dirigirla, le corresponde la virtud de la prudencia (phrónesis) o racionalidad práctica. Mediante ella estamos en condiciones de elegir las reglas correctas de comportamiento por las que regular nuestra conducta. No es el resultado, pues, de la adquisición de una ciencia, sino más bien el fruto de la experiencia. La prudencia es una virtud fundamental de la vida ética del hombre, sin la cual difícilmente podremos adquirir las virtudes éticas. Aplicada a las distintas facetas de la vida, privada y pública, del hombre tenemos distintos tipos de prudencia (individual, familiar, política).

Por lo que respecta a las funciones contemplativas o teóricas, propias del conocimiento científico, (Matemáticas, Física, Metafísica,) la virtud que les corresponde es la sabiduría (sophía). La sabiduría representa el grado más elevado de virtud, ya que tiene por objeto la determinación de lo verdadero y lo falso, del bien y del mal. El hábito de captar la verdad a través de la demostración, la sabiduría, representa el nivel más elevado de virtud al que puede aspirar el hombre, y Aristóteles la identifica con la verdadera felicidad.

En efecto, el saber teórico no "sirve" para nada ulterior, no es un medio para ningún otro fin, sino que es un fin en sí mismo que tiene su placer propio; sin embargo, como hemos visto al analizar las virtudes éticas, el hombre debe atender a todas las facetas de su naturaleza, por lo que necesariamente ha de gozar de un determinado grado de bienestar material si quiere estar en condiciones de poder acceder a la sabiduría. Será un deber del Estado, por lo tanto, garantizar que la mayoría de los ciudadanos libres estén en condiciones de acceder a los bienes intelectuales. Pero este es un tema que enlaza ya con la Política y con el sentido social de la vida del hombre.

El problema de los Universales

Resumen y tarea de Historia de la filosofía Medieval
El problema de los Universales

1. Introducción
La palabra ‘Hugo’ es un nombre propio. Se supone que mediante este nombre nos referimos a una persona determinada, a una entidad concreta y singular cuyo nombre es ‘Hugo’. De la entidad concreta y singular, o de la persona, cuyo nombre es ‘Hugo’ podemos decir que es un hombre, que es alto, que es pelirrojo. Los términos ‘hombre’, ‘alto’, ‘pelirrojo’ son usados para calificar a Hugo. Son nombres comunes usados no para nombrar a una entidad singular, sino de un modo universal. ‘Hombre’, ‘alto’, ‘pelirrojo’ son nombres llamados ‘universales’.
Tradicionalmente, los universales fueron llamados “nociones genéricas”, “ideas” y “entidades abstractas”. Otros ejemplos de universales son “el león”, “el triángulo”, “4” (el número cuatro, escrito mediante la cifra ‘4’). Ha sido frecuente contraponer los universales a los “particulares” y estos últimos han sido equiparados con entidades concretas o singulares.
Un problema capital respecto a los “universales” es el de su status ontológico. Se trata de determinar qué clase de entidades son los universales, es decir, cuál es su forma peculiar de “existencia”. Aunque, por lo dicho, se trata primordialmente de una cuestión ontológica, ha tenido importantes implicaciones y ramificaciones en otras disciplinas: la lógica, la teoría del conocimiento y hasta la teología. La cuestión ha sido planteada con frecuencia en la historia de la filosofía, especialmente desde Platón y Aristóteles, pero como fue discutida muy intensamente durante la Edad Media suele colocarse en ella el origen explícito de la llamada cuestión de los universales.

Que sea durante la Edad Media cuando este problema fue debatido con mayor intensidad se debe a que de su solución dependía la determinación del fundamento ontológico del hombre individual, de capital importancia para la teología y la mentalidad religiosa de la época. Pues, junto con la filosofía griega, que concibe el pensar la esencia de las cosas en relaciones generales, la doctrina medieval hereda la metafísica neoplatónica, que equipara los grados de la generalidad lógica con las diversas intensidades axiológicas del ser: Dios es lo absolutamente universal y, por consiguiente, lo absolutamente real. Pero entonces se plantea el problema de si el individuo (lo opuesto a lo general) es real o qué clase de realidad le compete.

La cuestión surgió con particular agudeza desde el instante en que se consideró como un problema capital el planteado en la traducción que hizo Boecio de la Isagoge de Porfirio. El filósofo neoplatónico escribió lo siguiente: “Como es necesario, Crisaoro, para comprender la doctrina de las categorías de Aristóteles, saber lo que es el género, la diferencia, la especie, lo propio y el accidente, y como este conocimiento es útil para la definición y, en general, para todo lo que se refiere a la división y la demostración, cuya doctrina es muy provechosa, intentaré en un compendio y a modo de instrucción resumir lo que nuestros antecesores han dicho al respecto, absteniéndome de cuestiones demasiado profundas y aun deteniéndome poco en las más simples. No intentaré enunciar si los géneros y las especies existen por sí mismos o en la nuda inteligencia, ni, en el caso de subsistir, si son corporales o incorporales, ni si existen separados de los objetos sensibles o en estos objetos, formando parte de los mismos. Este problema es excesivo y requeriría indagaciones más amplias. Me limitaré a indicar lo más plausible que los antiguos y, sobre todo, los peripatéticos han dicho razonablemente sobre este punto y los anteriores” (Isagoge, I, 16). Boecio se refiere a estas palabras de Porfirio y las comenta en la llamada “Secunda editio” de sus comentarios a las Categorías: Commentarii in librum Aristotelis PERI ERMHNEIAS, Libro I).

El problema puede plantearse del siguiente modo: Aunque lo que vemos y lo que tocamos son cosas particulares, cuando pensamos esas cosas no podemos por menos de utilizar ideas y palabras generales, como cuando decimos, “ese objeto particular que veo es un árbol, un olmo, para ser más preciso”. Semejante juicio afirma de un objeto particular que es de una determinada clase, que pertenece al género árbol y a la especie olmo; pero está claro que puede haber muchos objetos, aparte del que realmente percibimos ahora, a los que pueden ser aplicados los mismos términos, que pueden ser subsumidos bajo las mismas ideas. En otras palabras, los objetos exteriores a la mente son individuales, mientras que los conceptos son generales, de carácter universal, en el sentido de que se aplican indistintamente a una multitud de individuos. Pero, si los objetos extramentales son particulares y los conceptos humanos son universales, está clara la importancia que tiene el descubrir la relación entre aquéllos y éstos. Si el hecho de que los objetos subsistentes son individuales y los conceptos son generales significa que los conceptos universales no tienen fundamento en la realidad extramental, si la universalidad de los conceptos significa que éstos son meras ideas, entonces se crea una brecha entre el pensamiento y los objetos, y nuestro conocimiento, en la medida en que éste se expresa en conceptos y juicios universales, es cuando menos, de dudosa validez. El científico expresa su conocimiento en términos abstractos y universales, y si esos términos no tienen fundamento en la realidad extramental, su ciencia es una construcción arbitraria, que no tiene relación alguna con la realidad. Pero en la medida en que los juicios humanos son de carácter universal, o comprenden conceptos universales, el problema ha de extenderse al conocimiento humano en general, y si la cuestión relativa a la existencia de fundamento universal de un concepto universal es contestada negativamente, el resultado debe ser el escepticismo.

El problema puede plantearse de varias maneras. Puede plantearse, por ejemplo, de esta forma: “¿Qué es lo que corresponde, si hay algo que corresponda, en la realidad extramental, a los conceptos universales que se dan en la mente?”. Ese modo de abordar el problema puede llamarse el ontológico, y fue en esa forma como los primeros medievales discutieron la cuestión. Puede también preguntarse cómo se forman nuestros conceptos universales. Ésa es la manera psicológica de abordar el problema. Si suponemos una solución conceptualista, se puede preguntar cómo es que el conocimiento científico, que es un hecho para todos los fines prácticos, es posible; pero sea cual sea la forma que adopte el modo como se plantee, el problema es de una importancia fundamental pues tiene relación con el problema del conocimiento humano, si éste es posible y, caso de ser posible si puede ser de tipo objetivo o necesariamente habrá de ser un conocimiento de tipo subjetivo.

2. El realismo
Nombre que se da por lo común al realismo extremo. Según el mismo, los universales existen realmente; su existencia es, además, previa y anterior a la de las cosas o, según la fórmula tradicional, universalia ante rem. Si así no ocurriera, arguyen los defensores de esta posición, sería imposible entender ninguna de las cosas particulares. En efecto, estas cosas particulares están fundadas (metafísicamente) en los universales. El modo de fundamentación es muy discutido.

El primer autor que adoptó una teoría realista de los universales fue Platón; el realismo ha sido por ello llamado a veces “realismo platónico” o “platonismo”. Sin embargo, la doctrina platónica es compleja y no puede simplemente identificarse con una posición realista y menos todavía con el realismo absoluto o exagerado. Se atribuye a Aristóteles una posición realista moderada que coincide en gran parte con el conceptualismo, pero aquí también debe tenerse en cuenta que se trata de una simplificación y en buena medida de una cierta interpretación de la posición aristotélica. El realismo agustiniano tiene mucho de platónico, hasta el punto de que ha calificado con frecuencia de “realismo platónico-agustiniano”; su característica principal consiste en que “sitúa”, por así decirlo, los universales (o ideas) en la mente divina en vez de considerarlos como existiendo en un mundo supraceleste o inteligible. Realista en sentido muy próximo al agustiniano fue en la Edad Media San Anselmo y realista extremo suele considerarse a Guillermo de Champeaux. Sin embargo, este último mantuvo una teoría que puede calificarse asimismo de “realismo empírico”. Según el mismo, los universales no existen por sí fuera de los individuos ni fuera de la mente divina, sino que existen en los mismos individuos fuera de toda consideración mental de ellos.

Pedro Abelardo manifestó que los entes universales pueden entenderse de dos maneras. Una de ellas es la que los concibe essentialiter o en su esencia; la otra, la que los concibe indifferentero por no-diferencia. En el primer caso, la diferencia se une al género para formar la especie, al modo como una forma se une a una materia. Las formas son en este caso accidentes que se unen a la materia genérica, dispuesta a recibirlos. En el segundo caso lo universal no lo es en su esencia, sino en su indiferencia. Como la universalidad consiste entonces en la mera no distinción de las cosas singulares, resulta que las especies pueden ser definidas como la indiferencia de los individuos. A la vez la última concepción puede entenderse de dos modos. O se considera la especie en extensión, y entonces todos los individuos convienen juntamente, o se considera en comprensión (intención), y entonces se concibe cada individuo en tanto que “conviene con los demás”. Si lo primero, todos los individuos juntos no forman la especie. Si lo segundo, ningún individuo es la especie.

2.4 El realismo moderado
Los universales existen realmente, si bien solamente en tanto que formas de las cosas particulares, es decir, teniendo su fundamento en la cosa: universalia in re. Los realistas moderados no pueden no negar que hay universales en Dios en tanto que arquetipos de las cosas, por lo que es frecuente hallar el realismo moderado mezclado con el llamado realismo agustiniano.

Las ideas de Abelardo prepararon el camino para el realismo moderado, el cual aspiraba a encontrar un punto medio entre el realismo extremo y el extremo nominalismo. El realismo moderado es la posición según la cual el universal no está fuera de la mente, como si fuera una cosa entre otras, pero no está tampoco en la mente, como si fuese sólo un proceso psíquico. El universal está fuera de la mente, pero sólo como res concepta, “cosa concebida”, y está en la mente, pero sólo como conceptio mentis, “concepción mental”, esto es, “concepto”. Aunque no fuera de la mente, el universal tiene un fundamentum in re, está fundado en la cosa o en la realidad, ya que de no ser así sería mera “posición” de lago o mera “imaginación”. El problema que se debate aquí es el del carácter “separado” de los universales. Siguiendo la posición del realismo moderado, Sto. Tomás ha expresado el citado carácter como sigue: “Las palabras universal abstracto significan dos cosas: la naturaleza de una cosa y su abstracción o universalidad. Por tanto, la naturaleza misma a la que le ocurre o ser entendida, o ser abstraída o la intención de universalidad no existe salvo en las cosas singulares, pero el ser entendido o el ser abstraído o la intención de universalidad [el ser considerado como universal] están en el intelecto” (Suma teológica, I, q. LXXXV, a 2, ad. 2).

2.3 Filosofía medieval
2.3.1 San Agustín
El grado más bajo de conocimiento es, para Agustín, el conocimiento sensible, dependiente de la sensación, la cual es considerada por Agustín como un acto del alma que utiliza los órganos de los sentidos como instrumentos suyos. El alma anima a todo el cuerpo, pero cuando incrementa o intensifica su actividad en una parte determinada, es decir, en un particular órgano sensitivo, ejerce el poder de sensación. La consecuencia que parece seguirse de esta teoría es que cualquier deficiencia en el conocimiento sensible debe proceder de la mutabilidad del instrumento de la sensación, el órgano sensitivo, y el objeto de la sensación. El alma racional del hombre pone en ejercicio verdadero conocimiento y alcanza verdadera certeza cuando contempla verdades eternas en sí misma y a través de sí misma: cuando se vuelve hacia el mundo material y hace uso de instrumentos corporales no puede alcanzar verdadero conocimiento. Agustín suponía, como Platón, que los objetos de verdadero conocimiento son inmutables, de lo que se sigue que el conocimiento de objetos mutables no es verdadero conocimiento.

Los brutos pueden tener sensación de las cosas corpóreas, y recordarlas, y perseguir lo útil y evitar lo nocivo; pero no pueden confiar cosas a la memoria deliberadamente, ni recordarlas a voluntad, ni ejecutar ninguna otra operación que requiera el uso de la razón; así pues, por lo que hace al conocimiento sensible, el conocimiento humano es esencialmente superior al del bruto. Además, el hombre es capaz de formar juicios racionales a propósito de cosas corpóreas, y percibirlas como aproximaciones a sus modelos eternos. Por ejemplo, si un hombre juzga que un objeto es más bello que otro, su juicio comparativo (si suponemos el carácter objetivo de lo bello implica una referencia a un modelo eterno de belleza, y un juicio de que esta o aquella línea es más o menos recta, implica una referencia a la recta ideal. Tales juicios comparativos suponen una referencia a “ideas”. «Es parte de la razón superior el juzgar de esas cosas corpóreas según consideraciones incorpóreas y eternas, las cuales, si no estuviesen por encima de la mente humana, no serían inmutables».

2.3.2 Boecio
El creador del problema de los universales fue Platón, Aristóteles su continuador y posteriormente en la Edad Media San Agustín lo volvió a poner en la palestra, pero quien lo puso de moda fue Boecio el cual, en su Comentario a la Isagoge de Porfirio, cita un pasaje de este autor en el sentido de que por el momento no entra en la cuestión de si los géneros y las especies son entidades subsistentes o si consisten sólo en conceptos; y, en el caso de que subsistan, si son materiales o inmateriales y, finalmente, si están o no separados de los objetos sensibles, materias todas que, según Porfirio, no pueden tratarse en una introducción. Pero Boecio, por su cuenta, procede a tratar la cuestión indicando que hay dos modos en los cuales una idea puede formarse de tal manera que su contenido no se encuentra en objetos extramentales precisamente tal y como existe en la idea. Por ejemplo, podemos unir arbitrariamente hombre y caballo para formar la idea de centauro, combinando objetos que la naturaleza no permite que se combinen en una unidad, y tales ideas arbitrariamente construidas son “falsas”. Por el contrario, si nos formamos la idea de una línea, es decir, una mera línea tal como la considera el geómetra, entonces, aunque sea verdad que no existe una mera línea, por sí misma, en la realidad extramental, la idea no es “falsa”, puesto que en los cuerpos se dan líneas, y todo lo que hemos hecho es aislar la línea y considerarla en la abstracción. La composición produce una idea falsa, mientras que la abstracción produce una idea que es verdadera, aunque la cosa concebida no exista extramentalmente en estado de abstracción o separación.

Ahora bien, los géneros y las especies son ideas del segundo tipo, formadas mediante la abstracción. La semejanza de humanidad se abstrae de los hombres individuales, y esa semejanza, considerada por la mente, es la idea de la especie, mientras que la idea del género se forma mediante la consideración de la semejanza entre diversas especies. En consecuencia, “los géneros y las especies están en los individuos, pero, en tanto que pensados, son universales”. “Subsisten en las cosas sensibles, pero son entendidos sin los cuerpos”. Extramentalmente no hay sino un sujeto para los géneros y las especies, a saber, el individuo, pero eso no impide el que sean considerados por separado más de lo que el hecho de que una misma línea sea a la vez convexa y cóncava impide que tengamos ideas diversas de la concavidad y la convexidad y las definamos diferentemente.

2.3.3 Remigio de Auxerre
Si alguien trata de sostener que “blanco” y “negro” existen absolutamente y sin una substancia a la que adhieran, no podrá indicar ninguna realidad correspondiente, sino que habrá de referirse a un hombre blanco o a un caballo negro. Los nombres generales no tienen objetos generales o universales que les correspondan; sus únicos objetos son individuos. ¿Cómo surgen, entonces, los conceptos universales, y cuál es su función y su relación con la realidad? Ni el entendimiento ni la memoria pueden captar todos los individuos, y de este modo la mente reúne la multitud de los individuos y forma la idea de la especie, por ejemplo, hombre, caballo, león. Pero las especies animales y plantas son a su vez demasiadas para ser juntamente comprendidas por la mente y ésta reúne entonces las especies para formar el género. Hay, sin embargo, muchos géneros, y la mente da un paso más en el proceso de coarctatio, formando el concepto, aún más amplio y extenso, de usía.
2.3.4 Guillermo de Champeaux
El universal es una cosa, esencialmente la misma, que se presenta a la vez en todos los individuos; si se privara a estos últimos de sus accidentes o formas, desaparecería cualquier diferencia entre las cosas y quedarían reducidas a su materia universal. Ahora bien, si eso es así, dice Abelardo, hay una misma substancia en Platón en un lugar y en Sócrates en otro lugar, y Platón está constituido por un equipo de accidentes y Sócrates por otro. Si la especie humana está substancialmente, y, por lo tanto, totalmente, presente al mismo tiempo tanto en Sócrates como en Platón, entonces Sócrates debe ser Platón, y debe estar presente en dos lugares al mismo tiempo.

Presionado por este tipo de crítica, Guillermo transformó su teoría, abandonó la teoría de la identidad en favor de la teoría de la indiferencia: entre dos hombres, Pedro y Pablo, la humanidad no es idéntica, sino semejante, es decir, no diferente: los individuos de una misma especie participan de un mismo “estado”.

2.3.5 Bernardo de Chartres
Los géneros y las especies son ideas. Define la idea como un modelo eterno de lo que es producido naturalmente. Entendidos de este modo, los universales no se hallan sometidos a la corrupción ni al movimiento, como “las cosas singulares”: de ellos puede decirse que son realmente, ya que las cosas que no aumentan ni disminuyen se dice que son. Por eso las cantidades, las cualidades, relaciones, etc., que se encuentran en los cuerpos, parecen cambiar, pero permanecen inmutables en su naturaleza; del mismo modo, los individuos pasan, las especies permanecen. Se puede decir, además, que las ideas son “formas ejemplares”, “razones primeras de las cosas”, estables y perpetuas: el mundo corporal podría perecer todo entero, pero ellas no se terminarían; constituyen “el número de todas las cosas”, de tal forma que si todo lo que es temporal desapareciera, el número de cosas no aumentaría ni disminuiría.

Introduccion al Neoplatonismo renacentista

Neoplatonismo italiano, la magia egipcia en la Europa cristiana:
"El mundo, pues, es todo sentido, vida, alma, cuerpo, estatua del Altísimo, hecha para su gloria con potestad, discreción y amor. De nada se lamenta. Se producen en él muchas muertes y vidas, que sirven para su gran vida. Muere en nosotros el pan, y se hace quilo, luego muere éste, y se convierte en sangre, luego muere la sangre y se hace carne, nervios, huesos, espíritu, semen, y padece varias muertes y vidas, dolores y voluptuosidades; pero sirven para nuestra vida, y nosotros no nos dolemos, sino que gozamos. Así para todo el mundo todas las cosas son gozo y sirven, y cada cosa está hecha para el todo, y el todo para Dios a su gloria."

"Están como lombrices dentro del animal todos los animales dentro del mundo, y no piensan que él sienta, como las lombrices de nuestro vientre no piensan que nosotros sentimos y tenemos un alma mayor que la suya, y no están animados por la común alma feliz del mundo, sino cada uno por la propia, como las lombrices en nosotros, que no poseen nuestra mente por alma, sino su propio espíritu."

"El hombre es epílogo de todo el mundo y admirador de éste, si es que quiere conocer a Dios, pero es algo creado. El mundo es estatua, imagen, templo vivo de Dios, donde ha pintado sus gestos y escrito sus conceptos, lo adornó con estatuas vivas, simples en el cielo y mixtas y débiles en la tierra; pero desde todas hacia Él se camina."

"Bienaventurado aquel que lee en este libro y aprende de él lo que las cosas son, y no de su propio capricho, y aprende el arte y el gobierno divino, y por consiguiente se hace a Dios semejante y unánime, y ve con Él que cada cosa es buena y que el mal es relativo, y máscara de las partes que representan gozosa comedia al Creador, y consigo goza, admira, lee y canta al infinito, inmortal Dios, Primera Potencia, Primera Sapiencia y Primer Amor, de donde todo poder, saber y amor deriva y es y se conserva y muda, según los fines que se propone el alma común, que del Creador aprende, y siente el arte del Creador presente en las cosas, y mediante aquél cada cosa hacia el gran fin guía y mueve, hasta que cada cosa se haga cada cosa y muestre a toda otra cosa las bellezas de la idea eterna." “T. Campanella, Del sentido de las cosas y de la magia.”

Se suele considerar al Renacimiento italiano como una época histórica excepcional para la humanidad ya que este período es el inventor del mundo moderno, es decir del progreso, y ha dado lugar a la ciencia, la técnica y todo aquello de lo que goza el hombre contemporáneo al haberse impuesto sobre la oscuridad e ignorancia de la Edad Media. Esta visión generalizada tiene como contrapartida otra igualmente ilusoria; se trata de la de aquellos que ven en este período histórico el fin de toda tradición al perderse la hegemonía religiosa y dogmática. En definitiva, es el mismo planteo, pero de signo inverso, a saber: se juzga la cuestión por determinadas características que se le atribuyen, a las que se supone malas o buenas, según la perspectiva que le asigna el espectador de acuerdo a una postura –generalmente un cliché– tomada de antemano. La Edad Media no era un grosero infierno de ignorancia poblado de leyendas negras, confirmación de ello en una serie de esplendores manifestados en su arte (románico y gótico), la brillantez de sus cortes (como la de Alfonso X el Sabio entre otras), la variedad de sus ciencias (astronomía, alquimia y matemáticas) y sus técnicas (las innumerables artesanías que van desde los tapices y tejidos a la joyería y todo tipo de artefactos de uso cotidiano), muchos de ellos innovadores con respecto al legado clásico; algunos por mediación del Islam y otros por su propio acervo en correlación con la geografía de Occidente; todo ello sin olvidar su aporte intelectual en el que sólo nos bastaría nombrar a Dionisio Areopagita, Scoto Erígena, Robert Grossetteste, Bernardo de Tours, Teodorico y la filosofía escolástica –la aceptemos o no– producida por iniciativa de Alberto Magno y signada por Tomás de Aquino y sobre todo por el aporte posterior de esta escuela de sacerdotes dominicos, formada por el maestro Eckhart, Enrico Suso y Juan Tauler, a los que habría que agregar el genio florentino de Dante y la inmensa construcción de su Divina Comedia.

Por otra parte la visión esquemática de un Renacimiento liberador del hombre en cuanto lo independiza de oscuros saberes y le otorga una novedad absoluta con la que se rompen las cadenas que lo aprisionaban, es aceptada hoy únicamente por aquellos que siguen a éste o al otro rebaño igualmente simplificador que "opina" lo contrario: o sea que la tradición se acabó definitivamente en el Medioevo. En realidad no es ni lo uno ni lo otro, es decir, como queda ya constatado, ni la Edad Media era el infierno de la ignorancia, ni el renacimiento italiano era la libertad de tal infierno, antes bien el Renacimiento italiano es el nacimiento de posibilidades dormidas de la antigua ciencia sapiencial que corre desde los egipcios, griegos y romanos –con el aporte de numerosos pueblos que la han engrosado–, y que desemboca afortunadamente, valiéndose de una serie de hechos claves, en la Italia de los Medicis, hogar de los judíos y musulmanes expulsados de España y centro cultural de la época, albergando diversos elementos es capaz de generar una corriente, que ni rechace tajantemente el fervor religioso medieval, pero que tampoco permita que éste opaque la visión filosófica y antropológica del neoplatonismo y el hermetismo.

Este impulso no podía durar para siempre, y finalmente será disuelto en las guerras religiosas de la Reforma y la contrarreforma, de la Inquisición a la quema de Servet a manos de Calvino, de Isabel y la matanza de católicos a España y la matanza de protestantes, este neoplatonismo renacentista, que no es el neoplatonismo clásico, pues involucra la magia hermética y la cábala judía, pero que tampoco es el hermetismo claro del gnosticismo ni el misticismo judío original, sino un equilibrio entre ambos, se transformará en el iluminismo Rosacruz y la Ilustración.

René Guénon decía que: “La Historia universal que, cuando hablando del renacimiento, no menciona al hermetismo y la magia greco-egipcia, es tan inútil como la Historia Universal que no posea las palabras “masonería” y “Rosacruz””. Es indispensable, para comprender la antropología filosófica del renacimiento, comprender la antropología filosófica del hermetismo, cuyos primeros expositores son Marcillo Ficino y Pico Della Mirandola.

Ficino traduce, bajo encargo de Cosme de Médici los diálogos de Platón y el Corpus Hermeticum, junto con las obras de pensadores como Plotino, Porfirio, etc., y es Pico de la Mirandolla quien toma de estas fuentes, más la cábala judía y la teología clásica en un esfuerzo por congeniar las tres religiones reveladas, en el marco de un congreso romano que más tarde fue cancelado bajo sospecha de herejía, Pico fue encarcelado por hereje cuando escapaba a Francia, pero Lorenzo el Magnífico influyó en el Papa Alejandro VI para que le perdonaran.

La visión antropológica de estos dos sabios es inseparable de su visión religiosa, según ellos, en especial Ficino, existe una corriente filosófica que va desde el Egipto Antiguo hasta Orfeo, Pitágoras y finalmente Platón, y que más tarde se convierte en el cristianismo, de modo que no hay oposición entre el platonismo y el cristianismo, entre magia y religión. El núcleo común se encuentra en el Hombre, que como dice Ficino “Homo copula Mundi”, el Hombre es centro del Universo, es el centro entre el animal y el ángel, y en su absoluta libertad puede perfeccionarse o deteriorase. En esta concepción el alma humana es un espejo de la divinidad, refleja al alma del Universo, que en este sentido quiere decir solo “principio de movimiento”, y la razón de Dios, que como afirma el Corpus Hermeticum, Dios es mente, es razón perfecta.

Pero el Hombre no es solamente centro del cosmos, y su alma, lo definitorio del Hombre, bajo la luz platónica, no es solamente espejo de la divinidad, sino que es “camaleón”, en su “discurso sobre la dignidad del Hombre”, cuando trata de conciliar todas las religiones reveladas partiendo de la cabala como teología cristiana y la magia contenida en el Corpus Hermeticum (astrología y alquimia principalmente, que se convierten en la mente renacentista en lo que denominaríamos hoy día como psicología), como explicación y comunión de todas las liturgias, el Hombre no posee una virtud específica, ni se inclina al bien, ni al mal, sino que posee todas las virtudes posibles en potencia, es decir, puede ser lo que desee ser, que bajo otras corrientes filosóficas se llegará al extremo de admitir que el Hombre puede convertirse incluso en Dios.

Nicolas de Cusa y los antecedentes del renacimiento

Nicolás de Cusa y los antecedentes al renacimiento italiano

El adjetivo “Renacimiento” es una categoría difusa, algunos sitúan al renacimiento desde la expulsión de los judíos y musulmanes de España y el descubrimiento de América, todo ello en 1492, sin embargo si comprendemos este lapso histórico como un redescubrimiento de pensamientos y moldes griegos clásicos, un movimiento paralelo en ocasiones y en otros antagónico a la enseñanza escolástica aristotélica, y a la vez un movimiento político y social donde poco a poco se retan y erosionan los conceptos medievales del poder religioso y político, entonces el renacimiento nace más propiamente en Nicolás de Cusa (1401-1464).

Nicolás Chrypffs, quien fuera, según Hoffmann, el "auténtico fundador de la filosofía alemana", nació en la ciudad de Kues (razón por la que se lo llama "El Cusano"), en el año 1401. Estudió en Heidelberg (Alemania), Padua (Italia) y Colonia (Alemania). En esta última ciudad fue ordenado sacerdote en 1430. Colaboró en la preparación de Concilio de Basilea, donde se le encargó representar a la Iglesia latina en una misión diplomática en Grecia, con el ambicioso programa de reunificar a la Iglesia ortodoxa. Es en este concilio donde tiene ocasión uno de los enriquecimientos culturas más importantes de Europa y antecedente directo del renacimiento, los textos clásicos de la antigüedad que el filósofo llevó a Italia, junto con un nutrido grupo de sabios que enseñaron a los doctos italianos la lengua griega (olvidada por siglos), representaron una etapa fundamental en el desarrollo del humanismo.

Es en este episodio, gracias al concilio de Basilea, donde Nicolás de Cusa se convierte en uno de los principales representantes de la filosofía de la transición entre la Edad Media y el Renacimiento. Es un antiaristotélico que continúa la tradición medieval de origen neoplatónico, transitando la senda de Duns Escoto y el Maestro Eckart. Dice Hirschberger que “cristianismo, platonismo y Ciencia de la Naturaleza son los tres grandes componentes de su pensamiento”.

Entre sus obras más importantes se destacan “La docta ignorancia”, “El Dios escondido”, “Apología de la docta ignorancia” y “La caza de la sabiduría”, de ellas la más importante es “la docta ignorancia”, dividido en tres partes, Dios, donde afirma que solo la teología negativa puede adecuarse a Dios, rengando de cualquier clase de imagen o silogismo que se pueda tener de Él, siendo el ser máximo considerado absolutamente, la segunda parte trata del Universo, el ser máximo contraído en la pluralidad de las cosas, es decir, imagen de Dios, o más exactamente “explicación de Dios”, y la tercera parte sobre Jesucristo, el ser máximo como contraído y absoluto a la vez, es decir, implícito como Dios pero explícito como el Universo, y esta noción de implícito y explícito será muy recurrente entre los neoplatónicos italianos, y el discurso, también presente en Cusa de la dualidad entre micro y macrocosmos.

El humanismo de Cusa retoma a Sócrates y es un gran crítico de la escolástica, argumentando que los estudiosos no pueden detenerse en un cúmulo de afirmaciones de escuela y que deben seguir profundizando y esforzándose en su búsqueda de la verdad, aquel “seguir profundizando” incluye la vía científica, el estudio de la Naturaleza como estudio indirecto de Dios.

Distingue Cusa el entendimiento de la razón, inaugurando una tradición que continuarán autores de la talla de Kant y Hegel. Las reglas de la Lógica, con su Principio de No Contradicción, rigen sólo al entendimiento. La razón, por su parte, supera estas reglas. Ellas es el Principio de la Vida Espiritual, última y radical unidad de la que emana lo múltiple. Dice Hirschberger que “se ha visto en esta concepción de la razón el auténtico comienzo de la moderna filosofía alemana; porque estaría aquí ya esbozada la Teoría del Espíritu como unidad sintética, factor creativo de todo nuestro conocer, teoría sobre la que se basa la crítica de la razón de Kant, y a la que apuntó ya Leibnitz, y que desenvolvió Fichte hasta convertirla en la Teoría del Yo Puro, y con la que trataron Schelling y Schleirmacher de sintetizar el yo individual y la infinitud del Universo y de Dios.”

En el primer libro de “La docta ignorancia”, Dios es presentado como el máximo, la plenitud a la que nada falta, los contrarios se concilian en el infinito. En él no rige el Principio de No Contradicción. Él es lo máximo y lo mínimo. En él coinciden los opuestos al modo como en Geometría un círculo de radio infinito puede pensarse como una recta. El mundo es la “explicatio” o el despliegue de Dios. El Universo separa lo que en Dios se halla unido y por ello no es infinito, pero sí es ilimitado, sin centro ni límite externo y en continuo movimiento. La Tierra, que se encuentra en el Universo, también se mueve. Cada cosa refleja al todo, al Universo y a Dios (preanuncio de las mónadas de Leibnitz). Su cosmología es un anticipo de los avances del Renacimiento y la Ciencia moderna. Se lo considera precursor de Copérnico y también, por el método matemático de contar y medir que introduce en las Ciencias Naturales, de Kepler.

Cusa es el primer renacentista, no solo por rescatar el griego antiguo y varios textos, sino por trasladar las concepciones socráticas y platónicas, y por via indirecta las nociones pitagóricas de la importancia de la matemática, al terreno de la filosofía, provee de una base teológica para la ciencia. En su cosmología, la cual gira toda alrededor de Dios, el Hombre posee un status casi tan importante como el de Cristo, y aquello derivará en algunas concepciones posteriores en el renacimiento italiano, dado que si Dios es el implicado, el máximo y coincidencia de opuestos, el cosmos es su explicación, es labor forzosa, en la búsqueda de las verdades divinas, el estudio científico de la naturaleza, Cristo conjugará la contradicción entre lo contraído y lo máximo, y de manera paralela el Hombre es un microcosmos de creatividad, libertad y espontaneidad, un sujeto único e independiente. Y así como en el macrocosmos lo múltiple encuentra su unidad en la idea unitaria del todo, sobre el microcosmos que cada uno de nosotros es se eleva la idea de su "mejor yo", para que la vida no se disperse y se vacíe en el espacio y el tiempo, cayendo en el absurdo. La visión optimista del Hombre llegará a su culmen en el neoplatonismo renacentista, donde el Hombre no solo será microcosmos del macrocosmos, sino llegará a ser centro del Universo, corona de la creación y, en algunos pensadores, algo similar a un Dios.

Giordano Bruno

Parte de un trabajo para antropología desde el Renacimiento (Nicolas de Cusa), hasta Kant, en total son catorce apartados en 15 páginas. Sería demasiado pegarlo completo.

Giordano Bruno (1548-1600)
Giordano Bruno es sin lugar a dudas uno de los pensadores más importantes del renacimiento italiano y una de las figuras más destacadas de la historia del pensamiento de estas épocas, Bruno discrepa de los cabalistas cristianos como Ficino y Mirandolla, no por su visión antropológica, con la cual está completamente de acuerdo, pero sí en cuanto a la posición del cristianismo. Giordano Bruno creía firmemente, no que el cristianismo era la continuación de esta tradición recién descubierta que era el hermetismo, sino que era su contraparte y enemigo, llegó a insistir que el cristianismo no era la verdadera fe, sino un obstáculo para el verdadero credo, que era el hermetismo. Su pasión por la magia, o “filosofía de la naturaleza” que, luego de Newton (aunque gracias a él) se convertiría en la ciencia moderna más formalmente, y su insistencia por un panteísmo le llevaron finalmente a la hoguera.

La obra bruniana se encuentra teñida de un ligero averroísmo consistente en la defensa de la superioridad de la vida teórica frente a la vida práctica y la reivindicación del carácter profesional del filósofo. A juicio de Bruno existe una separación entre filosofía y religión y es equivocada la concepción tomista de la filosofía como ancilla fidei, es decir, como esclava de la religión. Bruno defenderá, como harán a su modo todos los copernicanos, que la religión debe ser entendida como una ley destinada al gobierno de las masas incapaces de regirse por la razón y es por ello que los buenos teólogos no deben entrometerse en la vida de los filósofos, del mismo modo que los filósofos respetarán el trabajo de los teólogos en su tarea de gobierno de las masas populares. La función de la religión es, pues, meramente civil.

Para Bruno el Universo es un animal, un ser vivo y expresión de la infinita potencia de Dios, todo esta vivo y todo posee alma, incluso el mundo mineral, y llega a un monismo clásico en el hermetismo “el Todo está en el todo”, es decir, cada alma es mónada de todo el Universo. Dios está presente en todas las cosas, con su infinito poder, sabiduría y amor, porque es todas las cosas, el máximo y el mínimo o, como dice Bruno, la mónada de las mónadas.

La misión del hombre es el entusiasmo ante la contemplación de esta infinitud, la adoración del infinito, que es Dios, en la cual puede hallarse la unidad de las creencias religiosas más allá de todo de todo dogma positivo. Tal es el “entusiasmo heroico” que Bruno defendía. De ahí su aspiración a una filosofía dinámica construida con los materiales clásicos, incluidos los aristotélicos. Esto se revelaba particularmente en la doctrina de la materia, sometida en el pensamiento de Giordano Bruno a una disolución que la lleva al ser pleno, del mismo modo que el ser pleno es dialécticamente transformado en materia y en nada. De ahí la afirmación de que “en nada se diferencias la absoluta potencia y el acto absoluto”; y de ahí también la tesis de que “en definitiva, bien que haya individuos innumerables, todo es uno, y conocer esta unidad es el objeto y término de toda filosofía y contemplación natural” (Del principio, de la causa y del uno).

Otros textos subrayan más aún la “continuidad” entre el alma cósmica y sus participaciones singulares, pero describen a éstas como espejos “rotos”, donde ocurre que, por ser éstos demasiado pequeños o “en alguna manera deficientes”, no dejan discernir “casi nada” de la “Forma universal”. En Bruno se avista ya el rosacrucianismo en la cuestión del Hombre, el alma del Hombre que es la más conciente de todas las almas, es capaz de albergar dentro de si a todo el infinito, y ser de ese modo Dios, es ésta la dimensión mágica de la mnemotecnia, descubrir las potencias ocultas de la mente para reflejar el universo dentro de la propia memoria. Los rosacruces, en especial los tardíos adoptarán esta visión junto con un cristianismo entendido solo como metafórico para llegar a decir que el Hombre es Cristo en potencia, y que el símbolo Jesús es en realidad el Hombre mismo, de ahí la nula división entre Hombre y Dios en un sentido pleno.

Frances Yates dice, sobre Bruno y su influencia:
la insistencia en el aspecto hermético y mágico del pensamiento de Bruno no desacredita su significativa contribución a la historia del pensamiento. Ejemplifica el impulso religioso hermético como fuerza motivadora detrás de la formulación imaginativa de nuevas cosmologías… En la fase hermética del pensamiento europeo, que fue el preludio inmediato a la revolución del siglo XVII, [en Inglaterra] Bruno es una figura destacada.

Y concluye:
Efectivamente, después de seguir la vida, obra y pensamiento de Giordano Bruno de modo extenso y luego de haber tratado a lo largo de otros estudios una serie de temas del Renacimiento Italiano a través de un recorrido que desemboca finalmente en la Inglaterra Isabelina y se prolonga históricamente en el movimiento Rosacruz, el Iluminismo filosófico-científico y la Masonería actual, caen nuestras concepciones acerca de las ideas generalizadas que se tienen sobre ese período y su manifestación que, aún produciéndose de manera más o menos oculta no deja de signar y ser el origen en definitiva de toda la Historia del Occidente moderno, ya que de hecho constituye hoy el bagaje de ideas de cuya herencia subsistimos.

El problema del origen de la moral en Rousseau y en Hegel

Resumen y tarea de filosofía social y ética.

El problema del origen de la moral en Rousseau y en Hegel
Por: Juan Sebastián Ohem

Hegel y Rousseau son dos filósofos extraordinariamente distintos, ni su itinerario filosófico, ni su método, ni sus ambiciones, ni sus gustos literarios siquiera, se parecen, es por ello que vale la pena contrastar y profundizar en dos perspectivas de un mismo problema. La cuestión por el origen de la moral se remite a la siguiente pregunta, ¿cuándo, cómo y porqué nace la moral? El cuando se refiere a la Historia, el cómo se refiere al mecanismo, si es natural al sujeto o si le es artificial y el porqué será contestado por ambos filósofos de manera distinta.

Para Rousseau la justificación de la ética, y prácticamente de todos los problemas (sociales e intelectuales incluso), tienen que ver, de un modo u otro, con la noción del buen salvaje. El francés sostenía que, en algún punto de la Historia, anterior a la Historia misma (es decir, a la escritura), los seres humanos vivían como animales, inocentes por completo y, de algún modo, bondadosos, pero que poco a poco se fue dando la sociedad, comenzando por la familia, que es el primer paso de la propiedad privada, la humanidad se condenó el día que inventó el concepto de propiedad privada. De este modo el francés puede depender de una fábula indemostrable, pero poética, donde todos los problemas contra los que se habría de enfrentar en su vida filosófica, podían ser reducidos al buen salvaje, y esto incluye por supuesto el problema del origen de la moral.

La moral nace, dice Rousseau, cuando el Hombre ya posee propiedades y se ve en la necesidad de defenderlas, la moral es entonces artificial al Hombre, e impuesta por algún terrateniente en los albores de la humanidad que, con toda la mezquindad del mundo, se inventó la idea de la bondad y maldad moral, y peor aún, la idea del remordimiento de conciencia. El pesimismo antropológico, y social, de este filósofo le conduce a una posición en la cual ha de admitir, por un lado, “la moral es en sí misma artificial, y en parte, causante de las desigualdades”, pero por otro lado se ve obligado, quizás por su contexto histórico a decir “pero nos es imposible regresar al estado natural, por lo que lo mejor que podemos hacer es buscar una moral universal”.

Siglos después Hegel, que si bien es completamente distinto de Rousseau, recurre también a la idea de la propiedad privada para explicar el origen de la moral, sin embargo no hará de la moral un artificio de algún mitológico terrateniente. La moral, en Hegel, nace en el momento del Espíritu Objetivo, y lo explica, como todas sus explicaciones, con su método dialéctico:
1.- La primera fase constituye la esfera del Derecho, el Hombre, consciente de su libertad, la vive apropiándose libremente de las cosas materiales, dándose así el derecho de propiedad. Lo que distingue las cosas de los seres humanos es que éstas no tienen derechos, no son libres, sólo pueden ser poseídas, o no serlo, pero no pueden poseer. Donde se asegura el derecho a la posesión del Hombre es en la Ley. La ley es la que impide la agresión y el robo; ésta ley es externa, su trasgresión se sanciona en castigos, pero es la que permite el ejercicio de una primera esfera de libertad en el hombre, el de la posesión.
2.- La segunda fase consiste en la Moralidad, aquí la ley, que era vivida como externa, se internaliza en el sujeto, ahora con la moralidad, la sanción se hace interna al sujeto, se mete en su conciencia. La ley moral, en tanto que interna al sujeto, se hace individual, ya que vale de forma interna en cada conciencia. En la tercera fase se evita esa individualidad sacando la moral del individuo al proyectarla para el bien común, que es algo objetivo y que por tanto producirá una moral objetiva.
3.- La tercera fase, es la Eticidad, la síntesis de las dos anteriores, recoge lo externo de la ley y lo interno de la moral dando lugar a una esfera moral objetiva. De lo que se tratará es de que el individuo adapte su voluntad particular con la voluntad racional, es decir con el concepto de una voluntad en sí misma universal. Por eso la ética desemboca en ética social o eticidad. Esta eticidad se dará en tres contextos: la Familia, la sociedad civil y el Estado.

Vemos entonces que, para Hegel, el origen de la moral es un proceso natural, en vez de una imposición artificial y más o menos arbitraria como dijera el francés, la moral nace cuando el Hombre se constituye como tal, es decir, tras el nacimiento de la conciencia humana y por tanto de su actuar en libertad, se da en un proceso dialéctico que acompaña a toda la realidad, de modo que si bien tanto Hegel como Rousseau apuntan a la propiedad privada como parte fundamental del origen de la moral, el alemán dará una explicación racional, contrapuesta al mito del buen salvaje.

Resumen de "Agustín y la filosofía cristiana"

Seminario de San Agustín
Agustín y la filosofía cristiana

En una de sus obras polémicas Agustín pregunta “¿puede el paganismo producir alguna filosofía mejor que nuestra filosofía cristiana, la única verdadera, si por esa palabra entendemos la búsqueda y el amor de la sabiduría?” El uso del concepto “filosofía cristiana” constituye una rareza terminológica en nuestros días, pues ha cambiado el uso de la palabra “filosofía”.

Para la concepción moderna de “filosofía” choca que Agustín la coloque en una relación tan estrecha con la religión, con la fe en una revelación divina y toda una manera de vivir. Esto ocurre porque solo podría darse sobre la base de una de dos suposiciones: 1) El cristianismo es identificable con un conjunto de posiciones intelectuales de un tipo que podemos llamar, en algún sentido “filosóficas”, o bien 2) Si no es posible identificar de tal modo el cristianismo con la actividad intelectual, en todo caso está vinculado con alguna forma especial de esta actividad intelectual, algún conjunto especial de posiciones intelectuales que permite hablar con sentido de una “filosofía cristiana”. Ahora bien, no necesitamos considerar la primera de estas suposiciones, ya que nunca se ha sostenido una forma tan extrema de intelectualismo. La dificultad con la segunda suposición es de carácter empírico, histórico, si existe tal “filosofía cristiana” ¿cómo es posible que los pensadores cristianos hayan podido combinar su cristianismo con puntos de vista filosóficos tan variados, como ha sucedido de hecho en el curso de la Historia? En el sentido moderno, en resumen, no tiene sentido hablar de una “filosofía cristiana”, pero es necesario saber qué quería decir Agustín y cuál era la concepción subyacente de “filosofía”.

La concepción de “filosofía” de la época de Agustín no era una sabiduría puramente teórica, sino que abarca todo lo que es de interés supremo para el Hombre. Como la filosofía abarca lo que al Hombre le interesa, el enfoque principal de la filosofía de esa época, no era tanto la pregunta por el Ser, sino señalar el camino hacia la felicidad. El mismo Agustín advierte “El Hombre no tiene ninguna razón para filosofar como no sea alcanzar la felicidad”. En esa época se concebía que todas las escuelas filosóficas se dedicaban a describir un camino para la felicidad, por eso para Agustín el camino descrito en la Biblia, por Dios mismo, se alzaría como Verdad Suprema.

La búsqueda de la felicidad suponía la búsqueda del conocimiento, pues para lograr la felicidad, no sólo es necesario saber dónde se la puede encontrar, sino también cómo se la puede alcanzar. Pero ésta búsqueda de conocimiento sólo es un elemento de la búsqueda de la sabiduría en la “philosophia”, tal como lo entienden Agustín y sus contemporáneos. Después de su conversión, Agustín aceptó el cristianismo como único camino hacia la felicidad y, por lo tanto, como la única “filosofía” verdadera.

Según Agustín, lo que distingue al cristianismo de la enseñanza de los filósofos que él conoce, sobre todo de los neoplatónicos, no es una diferencia en sus concepciones acerca del mundo, del Hombre y hasta de Dios, pues piensa que el neoplatonismo y el cristianismo convergen en lo que concierne a sus respectivos modos de ver el mundo. Lo que no encuentra en las obrad de los paganos es mención de Jesucristo o de su vida, su muerte y resurrección; en pocas palabras, de los sucesos que constituyen para él, como para la iglesia cristiana, el núcleo del mensaje de la Iglesia acerca de la redención del Hombre.

La diferencia, pues, no reside en el ámbito de la teoría, la especulación o la reflexión, sino en el ámbito de la Historia. De este modo las creencias cristianas, que en su núcleo son “históricas” caen fuera del método abstracto y general adecuado para el pensamiento filosófico. Éste se ocupa de la verdad intemporal, mientras que los temas básicos de la fe cristiana, como la resurrección, pertenecen a un reino en el que la indagación filosófica está fuera del lugar, al “curso de las cosas cambiantes y la trama de la historia temporal”. Pero esto que cae fuera del alcance de la filosofía era vital para la “filosofía cristiana”.

En la fe y práctica cristianas había hallado el único camino, absolutamente suficiente, hacia la beatitud; de este modo la pregunta resulta obvia y natural “¿qué necesidad hay de realizar un ulterior esfuerzo de reflexión y especulación?”, ¿no sería la filosofía, en el mejor de los casos, un lujo superfluo que un cristiano no necesita?, es aquí donde Agustín revela su verdadero genio y profundidad de pensamiento.

La posesión de una mente racional es lo que distingue al Hombre de las bestias, las actividades propias de la mente son, pues, distintivas y esencialmente humanas. La observación, la memoria, el lenguaje, la vida social ordenada, etc. El más elevado de estos funcionamientos es el poder de pensamiento y de juicio, porque éste regula el ejercicio de todas las otras funciones distintivamente humanas. Ahora bien, aunque todas las tendencias y todos los impulsos humanos buscan su satisfacción, la beatitud consiste en su satisfacción equilibrada de acuerdo con el orden de la razón. En el estado de beatitud, pues, se satisfacen todas las facultades del Hombre, pero la beatitud consiste sobre todo en la completa satisfacción de las facultades racionales del Hombre.

Es central al pensamiento de Agustín el carácter radicalmente intelectual de esta autorrealización completa del Hombre a la que llama beatitud. En la medida en que este objetivo de la vida humana es una autorrealización intelectual, el progreso hacia tal fin es un progreso en el conocimiento y en la comprensión.

Hemos visto que una filosofía cristiana, tal como la concebía Agustín, era una tarea aún menos puramente teórica que otros tipos de filosofía, pues la diferencia esencial entre ella y todas las variadas escuelas de la filosofía antigua residía en que se basaba en una revelación histórica de la acción divina. Esta revelación era considerada primordialmente, no como un cuerpo de enseñanza, sino como un registro de lo que Dios había hecho; el registro de estos hechos estaba contenido en la Biblia, mientras que los credos de la iglesia contenían una especie de resumen de este registro. Como consecuencia de esto, el ámbito de la filosofía de Agustín es lo que nosotros llamaríamos “filosofía” y “teología” respectivamente.

La razón por la cual, para Agustín, la fe sola no podía desempeñar la función de una “filosofía cristiana” era el carácter incompleto y rudimentario de la fe. Creer, según la definición de Agustín, es “pensar con asentimiento”. Es un asentimiento a algo que no tiene plena claridad racional, que carece de pruebas que den a este asentimiento un carácter plenamente intelectual, dicho de otro modo, la creencia carece de la claridad y coherencia racionales de los enunciados basados en los hechos o inferencias realizadas a partir de otros enunciados.

La función de la fe, en la “filosofía cristiana” de Agustín, es simplemente servir como comienzo, para poner al sujeto en el camino correcto de la búsqueda de la comprensión, la fe es solamente el primer paso. Es punto de partida de todo progreso en la comprensión y la puerta de entrada a la verdad: “La comprensión es la recompensa de la fe. Por lo tanto, no tratéis de comprender para poder creer, sino creer para poder comprender.

La fe es anterior a la razón en cuanto que la fe sin la razón es impotente para alcanzar su objeto, la felicidad. Pero a la vez es inferior a la razón en cuanto la fe es un asentimiento ciego, mientras que la comprensión racional es una especie de visión, una captación intelectual que penetra en la naturaleza de su objeto de una manera que se le niega a la mera fe. Por ende, contentarse con la mera fe equivalía, para Agustín, a una decisiva mutilación de la racionalidad humana.

En su obra De doctrina Christiana Agustín esboza un programa de cultura cristiana en el cual todas las diversas ramas de la ciencia y el saber deben ser utilizadas para sustentar los datos de la fe cristiana, tal como está contenida en la Biblia. Buena parte de esta labor, como la llevó Agustín, es algo ingenua y se halla circunscrita, ciertamente, por las limitaciones de la cultura literaria y retórica que compartía con sus contemporáneos. Pero, en principio, le permitió a Agustín afirmar que la filosofía desempeña un papel importante en el intento por lograr una comprensión más profunda del contenido de la fe.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Algunas notas sobre el Anima Mundi



El término “anima”, de donde proviene la concepción vulgar de “alma”, se refería al movimiento, más en particular, aquello que provoca el movimiento interior de una cosa. Dicho en castellano común, el ánima es “lo que anima a la cosa”. En Occidente, desde antes de Aristóteles, se creía que la vida era aquello que anima al movimiento de las partes, la expresión aristotélica de “entes que poseen el principio del movimiento en si mismos” es muestra perfecta de esta idea.

El estudio metafísico de la vida parte de la existencia de un principio agente del movimiento o cambio. La diferencia entre los entes se marca según este principio, si posee el principio en sí mismo, el ente es un ser vivo, o si el principio es exterior a la cosa, como una piedra que únicamente se mueve si es movida por alguien más. La metafísica occidental derivó del anima al alma, para indicar la misma idea, haciendo separaciones entre alma vegetal, animal y humana, dependiendo de cuántos tipos de movimientos efectúe. De este modo, lo que surgió como un concepto que explicara racionalmente el devenir, generación y corrupción de los fenómenos, derivó en una entidad metafísica que, en el caso de los humanos, principia el movimiento de la razón, las emociones, los instintos, la memoria y hasta la moral.

Historia diferente ocurrió en Oriente. El estudio metafísico de la vida dio nacimiento a un concepto semejante a “anima”, el cual fue heredado por los griegos. El enfoque, sin embargo, es completamente distinto, y fue redescubierto en occidente hasta mediados del siglo XIX o principios del XX. En Oriente, con filosofías como la hindú, la taoísta, la budista y el zen, buscaba explicar el devenir, en términos más pragmáticos. Como toda filosofía, nació en búsqueda de la felicidad, buscando evitar el sufrimiento, el cual se provoca, concluyeron rápidamente, en virtud del devenir. Deseamos algo pero ese algo cambia, tanto como cambiamos nosotros mismos. Otra manera de decir que los sueños nunca se cumplen, pues al cumplirse escapan de aquella idealidad para ser parte de la vida común.

No debemos creer que en Oriente se odie el devenir. A diferencia de Occidente, con metafísicas como la platónica, la cristiana y la islámica, los filósofos del “otro mundo” no negaron el devenir, ni instituyeron una idea capital que trascendiese el devenir y negase su carácter de sustancial. La diferencia de enfoque se presentó cuando los filósofos concluyeron que para evitar el sufrimiento es necesario evitar el deseo. Idea demasiado profunda para explicar aquí.

Si bien es cierto que en India se creyó en un alma individual, ésta se asemeja más al concepto griego de “ethos” (carácter) que al alma cristiana. Una gran ambigüedad surgió en su filosofía, por un lado se afirma que el alma individual es indivisa aunque dependiente del alma cósmica, de Brahman, por el otro lado es parte de Brahman. La contradicción fue superada con el Buda que expresó la inexistencia del alma individual, metafóricamente hablando existe únicamente el río, lo que concebimos como alma es una burbuja en el caudal.

Mientras que en Occidente el anima derivó a un ente metafísico individual para cada persona, en Oriente se prefirió que el anima fuese una única para todos. El Anima Mundi de Platón, que renació en el Renacimiento, es un espíritu universal, un alma cósmica. La metáfora más recurrente es aquella en la cual un sujeto observa el reflejo de la luna sobre una laguna, mientras menos movimiento exista en la laguna, más fidedigna será la reflexión. De modo análogo, mientras más serena sea el alma del Hombre, mayor será la presencia de Brahman.

La ausencia de un alma individual no entorpeció la evolución espiritual de Oriente, por el contrario, es una de las razones por la que es tan fructífera y exitosa. El taoísmo, como el budismo zen y muchas otras ramas de la filosofía oriental, conciben al carácter de una persona, su patrón de comportamiento, o lo que llamaríamos tradicionalmente su “moral cotidiana”, sus deseos y ambiciones, sus valores, etc., como una arbitrariedad surgida del entorno social, el cual a su vez es arbitrario. Este es el significado existencial de la máxima “el mundo es maya” o “el mundo es ilusión”. Aquello que separa al sujeto de la felicidad, es el sujeto mismo, o mejor dicho, las arbitrariedades que desearíamos fuesen verdad, como las llama la literatura oriental, el “ego”.

El concepto de Anima Mundi, el alma cósmica, fue entendido, durante el renacimiento, como si el universo fuese un ser viviente, y los Hombres fuésemos sus órganos o apéndices. El error nos es ahora evidente, no existe una diferencia sustancial entre lo que anima al Hombre y lo que anima a los demás objetos. La visión Occidental se vio siempre en el dilema entre dos tipos de anima, divina y natural, la formación de una tercera, el anima mundi, fue con razón denigrada, la persecución de Giordano Bruno fue conceptualmente justificable.

sábado, 1 de septiembre de 2007