
El término “anima”, de donde proviene la concepción vulgar de “alma”, se refería al movimiento, más en particular, aquello que provoca el movimiento interior de una cosa. Dicho en castellano común, el ánima es “lo que anima a la cosa”. En Occidente, desde antes de Aristóteles, se creía que la vida era aquello que anima al movimiento de las partes, la expresión aristotélica de “entes que poseen el principio del movimiento en si mismos” es muestra perfecta de esta idea.
El estudio metafísico de la vida parte de la existencia de un principio agente del movimiento o cambio. La diferencia entre los entes se marca según este principio, si posee el principio en sí mismo, el ente es un ser vivo, o si el principio es exterior a la cosa, como una piedra que únicamente se mueve si es movida por alguien más. La metafísica occidental derivó del anima al alma, para indicar la misma idea, haciendo separaciones entre alma vegetal, animal y humana, dependiendo de cuántos tipos de movimientos efectúe. De este modo, lo que surgió como un concepto que explicara racionalmente el devenir, generación y corrupción de los fenómenos, derivó en una entidad metafísica que, en el caso de los humanos, principia el movimiento de la razón, las emociones, los instintos, la memoria y hasta la moral.
Historia diferente ocurrió en Oriente. El estudio metafísico de la vida dio nacimiento a un concepto semejante a “anima”, el cual fue heredado por los griegos. El enfoque, sin embargo, es completamente distinto, y fue redescubierto en occidente hasta mediados del siglo XIX o principios del XX. En Oriente, con filosofías como la hindú, la taoísta, la budista y el zen, buscaba explicar el devenir, en términos más pragmáticos. Como toda filosofía, nació en búsqueda de la felicidad, buscando evitar el sufrimiento, el cual se provoca, concluyeron rápidamente, en virtud del devenir. Deseamos algo pero ese algo cambia, tanto como cambiamos nosotros mismos. Otra manera de decir que los sueños nunca se cumplen, pues al cumplirse escapan de aquella idealidad para ser parte de la vida común.
No debemos creer que en Oriente se odie el devenir. A diferencia de Occidente, con metafísicas como la platónica, la cristiana y la islámica, los filósofos del “otro mundo” no negaron el devenir, ni instituyeron una idea capital que trascendiese el devenir y negase su carácter de sustancial. La diferencia de enfoque se presentó cuando los filósofos concluyeron que para evitar el sufrimiento es necesario evitar el deseo. Idea demasiado profunda para explicar aquí.
Si bien es cierto que en India se creyó en un alma individual, ésta se asemeja más al concepto griego de “ethos” (carácter) que al alma cristiana. Una gran ambigüedad surgió en su filosofía, por un lado se afirma que el alma individual es indivisa aunque dependiente del alma cósmica, de Brahman, por el otro lado es parte de Brahman. La contradicción fue superada con el Buda que expresó la inexistencia del alma individual, metafóricamente hablando existe únicamente el río, lo que concebimos como alma es una burbuja en el caudal.
Mientras que en Occidente el anima derivó a un ente metafísico individual para cada persona, en Oriente se prefirió que el anima fuese una única para todos. El Anima Mundi de Platón, que renació en el Renacimiento, es un espíritu universal, un alma cósmica. La metáfora más recurrente es aquella en la cual un sujeto observa el reflejo de la luna sobre una laguna, mientras menos movimiento exista en la laguna, más fidedigna será la reflexión. De modo análogo, mientras más serena sea el alma del Hombre, mayor será la presencia de Brahman.
La ausencia de un alma individual no entorpeció la evolución espiritual de Oriente, por el contrario, es una de las razones por la que es tan fructífera y exitosa. El taoísmo, como el budismo zen y muchas otras ramas de la filosofía oriental, conciben al carácter de una persona, su patrón de comportamiento, o lo que llamaríamos tradicionalmente su “moral cotidiana”, sus deseos y ambiciones, sus valores, etc., como una arbitrariedad surgida del entorno social, el cual a su vez es arbitrario. Este es el significado existencial de la máxima “el mundo es maya” o “el mundo es ilusión”. Aquello que separa al sujeto de la felicidad, es el sujeto mismo, o mejor dicho, las arbitrariedades que desearíamos fuesen verdad, como las llama la literatura oriental, el “ego”.
El concepto de Anima Mundi, el alma cósmica, fue entendido, durante el renacimiento, como si el universo fuese un ser viviente, y los Hombres fuésemos sus órganos o apéndices. El error nos es ahora evidente, no existe una diferencia sustancial entre lo que anima al Hombre y lo que anima a los demás objetos. La visión Occidental se vio siempre en el dilema entre dos tipos de anima, divina y natural, la formación de una tercera, el anima mundi, fue con razón denigrada, la persecución de Giordano Bruno fue conceptualmente justificable.
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